Muchos admiradores de Joaquín Sabina y de Joan Manuel Serrat quedaron pasmados al verlos una tarde sentados en una barrera de la plaza de toros de Barcelona durante una corrida. En esta vida hay cosas que no encajan por muchas vueltas que les des. Uno puede imaginar a Serrat aplaudiendo a Pau Gasol o a Rafa Nadal y oír a continuación Paraules d'amor sin que se te rompa ningún esquema. Pero la profunda sensibilidad de esa canción está a mil años luz de un puyazo que hace correr la sangre del toro hasta la pezuña. A Serrat se le puede perdonar esta caída, dado el amor que se le tiene, siempre que sea por una vez y no más. Tampoco Sabina tiene el diseño taurino necesario para hacernos creer que le gusta más el toro en la plaza que en el estofado. Las corridas se dan a pleno sol y con moscas; en cambio, el enorme talento de Sabina es urbano y nocturno. Sus admiradores le verían mejor de madrugada acodado en la barra de un bar frente a una copa, con un cigarrillo en los labios; nunca con gafas negras, un puro en la boca y los antebrazos en la maroma del callejón. ¿Pero, qué diablos hacían estos dos pájaros en una corrida? A esa hora Sabina debería estar durmiendo, como siempre, para tener la noche fresca a su antojo, y Serrat en aquel momento, tal vez, se rascaba mucho porque le picaba todo. La estética de este país está cada día más alejada de esa fiesta. No creo que un torero pueda ser ya un héroe para un español moderno. Pese a la marea de puyazos, mugidos, estocadas, sangre y descabellos que se nos viene encima, ese mundo pertenece al pasado. La inmensa mayoría de los jóvenes españoles, aunque no sean deportistas, prefiere mil veces un enceste de Gasol que ver a un toro vomitando sangre o les emociona más un revés fulgurante de Nadal que contemplar cómo el torero levanta del rabo a la res caída en la arena. Una amiga argentina me llamó muy acongojada por teléfono para decirme que, haciendo zapping, había visto por un canal internacional a Serrat y a Sabina en una corrida de toros aplaudiendo. Le juré por mi honor que no eran ellos. Al final conseguí que se calmara. Después de insistir mucho la convencí de que había sido una pesadilla.
Fuente: elpais.com